El pastor como líder
La semejanza de Cristo: el propósito del ministerio pastoral
Por Mark J. Crocco
¿Cuál cree que es su propósito principal como pastor? La mayoría de los pastores que están leyendo estas líneas responderían que su máximo propósito en el ministerio es rendir la gloria a Dios y yo estaría en total acuerdo con esa respuesta. Todo debate que se realice acerca del propósito del ministerio pastoral debería concluir en que, como pastores, ministramos para darle gloria a Dios y para que sea su nombre el que se exalte en este mundo a través de nuestros ministerios (Isa. 42:8; Mat. 5:16; 1a. Co. 10:31). Fundamentalmente, la obra del ministerio pastoral es el trabajo de hacer una alianza con Dios en su obra sobrenatural de salvar a hombres y mujeres pecadores para que transforme sus vidas. Esa transformación busca que lleguen a la imagen y semejanza de Jesucristo. Dios recibe la gloria máxima en su iglesia cuando sus pastores y su pueblo experimentan en conjunto la transformación que nos lleve a ser como Cristo. El propósito de este artículo es desafiar a los pastores para que retomen la doctrina bíblica de la semejanza de Cristo. Hemos visto como este tema ha ido desapareciendo visiblemente en nuestras disertaciones del ministerio pastoral y en lo que buscamos lograr en nuestras iglesias. La pasión inquebrantable del apóstol Pablo era ver que Cristo fuera formado en aquellos a quienes ministraba (Ga. 4:19). En estos tiempos, la iglesia necesita desesperadamente de pastores que compartan la pasión de Pablo de ver a Cristo formado en las vidas de su pueblo.
La doctrina de la semejanza de Cristo debe ser el enfoque central del Ministerio pastoral porque es fundamental en el propósito eterno de Dios para sus hijos. De acuerdo con Romanos 8:29, en la eternidad establecida desde el pasado Dios propuso para sus hijos que “fueran hechos conforme a la imagen de su Hijo” (Ro. 8:29). En el pasaje está claro que el propósito de Dios de transformar a sus hijos en la imagen y semejanza de su Hijo se originó en el pasado, dando la perspectiva de eternidad, antes de que Él creara este mundo físico. En la actualidad este propósito sigue igual de claro, definiendo que el propósito de Dios para su pueblo es que sean transformados a la imagen de Cristo. La gloria y superioridad de un nuevo pacto ministerial se presentan vívidamente en las palabras: “Así, todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados a su semejanza con más y más gloria por la acción del Señor, que es el Espíritu” (2a. Co. 3:18 NVI). Nuestro propósito principal en el ministerio como pastores es conducir a otros, y a nosotros mismos, en la experiencia de “ser transformados en la misma imagen” de nuestro Señor Jesucristo. La expresión de “somos transformados en la misma imagen” indica que no somos capaces de transformarnos a nosotros mismos. La transformación para ser como Cristo se da como un resultado directo del trabajo soberano de Dios en nuestras vidas por medio del ministerio del Espíritu Santo. La frase que dicta “de gloria en gloria” podría traducirse como que va “desde una fase, un nivel o un grado de semejanza de Cristo hacia otra fase, otro nivel u otro grado de semejanza de Cristo”. Esto indica que la transformación es un proceso que nunca concluye en esta vida. El tema de la transformación para ser como Cristo simplifica los conceptos teológicos como la santificación progresiva, el crecimiento espiritual, la santidad personal y el fruto del Espíritu. En estos tiempos podemos ver cómo el apóstol Pedro nos demanda “que sigáis sus pisadas [las de Cristo]” (1a. Pe. 2:21), mientras que el apóstol Juan nos ordena “el que afirma que permanece en él debe vivir como él vivió” (1a. Jn. 2:6). Sin duda alguna y en la actualidad, la voluntad de Dios para nuestras vidas es que lleguemos a la transformación para ser como Cristo, y en un nivel práctico, es el propósito que debiera gobernar nuestras prioridades y actividades pastorales.
En la eternidad establecida en el futuro, la transformación para ser como Cristo también es el propósito de Dios que prevalece en nuestras vidas. En Filipenses 3:20-21, el apóstol Pablo nos desafía a vivir en la luz del regreso inminente de Cristo y describe nuestro estado futuro y eterno de la siguiente manera: “Amados, ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que hemos de ser; pero sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es” (1a. Jn. 3:2). Como pastores, debe priorizar la necesidad de buscar apasionadamente la transformación para ser como Cristo, tanto para nosotros como para nuestras ovejas. Esa búsqueda es irrefutable a la luz del hecho de que la semejanza de Cristo es el propósito eterno de Dios originado en la eternidad establecida en el pasado, la cual continua en el presente y se extiende hasta el futuro.
Si la transformación para ser como Cristo es el plan eterno de Dios para nuestras vidas y el propósito principal del ministerio pastoral, ¿cómo se ve una vida que busca ser como Cristo? La vida de Cristo se representa claramente en la narrativa del evangelio. Los evangelios que nos relatan Mateo, Marcos, Lucas y Juan nos dan un marco para entender el significado de la semejanza en Cristo. Una vida que busca ser como Cristo es una vida totalmente dependiente de nuestro Padre celestial y llena de oración, con pasión de someterse a la voluntad de Dios y de obedecerlo en amor (Mt. 14:23; Mc. 1:35; Lc. 5:16; 6:12; 11:1; Jn. 4:34; 6:38). Cristo, en su humanidad, vivió como el “hombre modelo” que podemos seguir aquellos que buscamos tener vidas como las de Cristo. Aquella oración que repitió varias veces en el jardín del Getsemaní: “pero no sea como yo quiero, sino como tú” (Mt. 26:36-44), ilustra que una vida como la de Cristo es una vida que busca, con gran pasión, hacer la voluntad de Dios con un deseo de complacerlo en todo (Jn. 8:29). Una vida como la de Cristo es aquella que toma el compromiso de hacer la voluntad de Dios en todo tiempo.
Una vida como la de Cristo es una vida que camina conforme al espíritu de mayordomía, que nos conduce a una vida sacrificada, impulsada con el amoroso deseo de anteponer las necesidades, preocupaciones y bienestar de los demás a la suyas. Claramente, Cristo habló de su misión y propósito en Marcos 10:45 cuando dijo: “porque el Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos”. En Juan 13, la noche previa a su crucifixión, el santo Hijo de Dios, aquel hombre que no concibió pecado, se humilló a sí mismo para lavar los sucios y descuidados pies de sus orgullosos discípulos. Nos llama a tener una vida como la de Cristo, una vida de mayordomía con el desafío: “Pues si yo, el Señor y el Maestro, he lavado vuestros pies, vosotros también debéis lavaros los pies los unos a los otros. Porque ejemplo os he dado, para que como yo os he hecho, vosotros también hagáis” (Jn. 13:14-15). El apóstol Pablo usa la humildad actitudinal y relacional de Cristo como el patrón de nuestras relaciones por medio de la palabra “Haya pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús” (Fil. 2:5). Una vida como la de Cristo es una vida de servicio, la cual se ve marcada con el amor que se sacrifica por los demás.
Una vida como la de Cristo es una vida que se rodea de compasión y empatía relacional por los demás. Esta característica incluye a aquellos que regularmente se sienten excluidos de la sociedad. Por medio de los relatos en los evangelios vemos que Cristo continuamente se “mueve con compasión” (Mt. 9:36; 14:14; 20:34; Mr. 1:41; Lc. 7:13) cuando se encuentra con necesidades espirituales, físicas y emocionales de otras personas. Tuvo varias confrontaciones con los líderes religiosos de esa época, en la que Cristo era el centro de las críticas por acercarse a quienes se consideraban los “indeseables” de su tiempo (Mt. 8:1-3; 9:10-11; Mr. 2:16-17; 5:30-32). Una vida como la de Cristo es aquella que vive con un amor y compasión por otros, sin necesidad de discriminar en alguna manera.
Una vida como la de Cristo es aquella que busca incansablemente la santidad y la justicia moral, al mismo tiempo que reconoce que esa búsqueda jamás estará completa, sino hasta que poseamos nuestra condición glorificada futura. Nuestro Salvador, el Señor Jesucristo es “aquel que no conoció pecado” (2a. Cor 5:21), quien estuvo aquí “según nuestra semejanza, pero sin pecado” (Heb. 4:15), y el hombre que “no hizo pecado” (1 Pe. 2:22). Como hijos de Dios, buscamos tener un estilo de vida como el de Cristo, “andando en luz, como él está en luz” (1Jn. 1:7) y “todo aquel que tiene esta esperanza en él, se purifica a sí mismo, así como él es puro” (1 Jn. 3:3). A medida que avanzamos en la vida cristiana, corremos con nuestros ojos puestos en Cristo y continuamente nos despojamos de todo peso y del pecado que impida la transformación a la manera de Cristo en nuestras vidas (Heb. 12:1-2). Para lograrlo, necesitamos una disciplina espiritual que practiquemos en nuestras vidas (1a. Co. 9:24-27).